10 de diciembre. ¿Puede inventarse una nueva piel para este cuerpo? En la noche del lenguaje, no te sabías ni de aquí ni de allá. Quiero gritar todo lo que me desgarra, pero precisamente ahora me sobran los silencios.
13 de diciembre. Soy una frase que se quiebra, un lujo de muchacha enferma. Que entre suficiente luz para seguir cantando. Soy la guerrera del viento, la mujer de palo que va suicidando sus tristezas. El poema es mi espada y yo acuchillo. No quiero saberme otra Alejandra. Deberían saberlo.
15 de diciembre. Nadie muere en tu memoria, dice Alejandra. Mientras mi voz es un intento de recorrido por abarcarla. No hay juguetes rotos en la garganta ni peces luchando en el río. ¿Piensa la luna beberme entera en hojas de colores?
16 de diciembre. Los percibo venir desde mi soledad de cuervos, desde mi anestesiada soledad vestida de gris y blanco. Bajo su rayo, una mano haciéndome carne y verbo. Como si escribir fuera un acto sagrado. Sensación de romperse, de no saber nada de cuentos.
17 de diciembre. El silencio es una daga asesina riéndose de mí. No más papeles sueltos. Sólo yo para bailar con mi ego en una danza de trapos sucios. ¿Alguien me admira? ¡Oh, si alguien! Una sombra de mi propio recuerdo cuelga en la pared. Yo soy esa sombra y escribo
20 de diciembre. El poema no es más que una rareza tallada en la hoja, una cicatriz del lápiz perdiéndose en la espesura de un verbo impronunciable y de una palabra herida de muerte. La muerte reside en el poema más perfecto. Así es como me pierdo entre las sombras, nuevamente pájaro muerto, ave enferma, siempre la muerte rondando el poema.
23 de diciembre. Eras un espejismo, una falta de formas y esa cadencia tuya tan particular de abandonarte hacia la locura.
13 de diciembre. Soy una frase que se quiebra, un lujo de muchacha enferma. Que entre suficiente luz para seguir cantando. Soy la guerrera del viento, la mujer de palo que va suicidando sus tristezas. El poema es mi espada y yo acuchillo. No quiero saberme otra Alejandra. Deberían saberlo.
15 de diciembre. Nadie muere en tu memoria, dice Alejandra. Mientras mi voz es un intento de recorrido por abarcarla. No hay juguetes rotos en la garganta ni peces luchando en el río. ¿Piensa la luna beberme entera en hojas de colores?
16 de diciembre. Los percibo venir desde mi soledad de cuervos, desde mi anestesiada soledad vestida de gris y blanco. Bajo su rayo, una mano haciéndome carne y verbo. Como si escribir fuera un acto sagrado. Sensación de romperse, de no saber nada de cuentos.
17 de diciembre. El silencio es una daga asesina riéndose de mí. No más papeles sueltos. Sólo yo para bailar con mi ego en una danza de trapos sucios. ¿Alguien me admira? ¡Oh, si alguien! Una sombra de mi propio recuerdo cuelga en la pared. Yo soy esa sombra y escribo
20 de diciembre. El poema no es más que una rareza tallada en la hoja, una cicatriz del lápiz perdiéndose en la espesura de un verbo impronunciable y de una palabra herida de muerte. La muerte reside en el poema más perfecto. Así es como me pierdo entre las sombras, nuevamente pájaro muerto, ave enferma, siempre la muerte rondando el poema.
23 de diciembre. Eras un espejismo, una falta de formas y esa cadencia tuya tan particular de abandonarte hacia la locura.
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