Había que abrir la senda, introducirse en el agua bendita. Rezar. Implorar las manos, sentir. Entonces, alegremente pudimos reconocernos. Ya no había nadie más en el corazón del hombre. Simplemente tu rostro y una herida incapaz de detenerse. Habíamos perdido la fe, pero yo te seguía queriendo, Padre. Y vos me seguías mirando desde allí arriba.
lunes, enero 15, 2007
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